El Gigante de Colores

Bajar del metro, empujar disimulada y maliciosamente a la gente que se interpone en el camino o que va lento, o que está feo, gordo, gorda, demasiado flaco o que parece cerebrito, vagabundo…Transbordar, renegar del olor, del costo del boleto, del clima, del suelo sucio, de las expresiones de la gente, de los que leen, de los que suben con carreolas, paquetes, de los que observan fijamente, de los que no bajan con rapidez, de los que avientan, de los que duermen, de los que hablan por teléfono…
Salir de la estación, odiar a los que inmediatamente al salir encienden un cigarro, a los empleados de ventanilla, a los guardias, a los que tienen auto, a los que andan en bicicleta a los que platican en voz muy alta, a los niños que lloran, que corren, que miran sin disimulo a los ancianos. Detestar la rutina del trabajo, a los compañeros, la computadora, la silla la corbata, el jefe y su voz, su aliento, sus labios gruesos, el portarretrato de su escritorio… Llegar al departamento, maldecir al tener que abrir el cancel, comer sin apetito, de prisa, con asco; bañarse estresado, preocupado, malhumorado. Dormir incómodo y soñar con un gigante descomunal: mallas azules, botas de lucha negras, calzón anaranjado arriba de las mallas, cinturón grueso con hebilla dorada, camiseta amarilla con manchas negras sin mangas, músculos marcados, muñequeras negras, pelo corto negro y rizado, bigote, moreno… baja del metro tarareando una canción que escucha por sus audífonos, se encuentra a un compañero de trabajo, lo saluda cordialmente platican mientras caminan, ríen, transbordan, critican al jefe, ríen. Él es enorme, cede su asiento a otras personas porque su cuerpo abarca mucho espacio, nota que lo observan, impresiona su tamaño, lo sabe y mira orgulloso a la gente como diciendo “lo sé, soy enorme”. En la plática conoce mejor a su compañero y éste se agranda hasta estar casi tan gigante como él.

Herida Rosa



La cicatriz resbala por el perfil izquierdo de un rostro de nueve años. Los dedos pequeños de Emma rozan los bordes de una cicatriz carnosa que, imagina, habita bajo su piel, las puntas de su sensibilidad se deslizan con angustia sobre la rosada herida que parece brotó de pronto y escurre con el paso del tiempo.
Su niñez se ahoga entre juguetes sin compartir, siempre escondida en su casa de muñecas feas, en donde recorre su rostro tan diferente a otros.
Acostumbrada a no entender sin más reflejos que sus manos, busca curiosa su fealdad para sentir que sigue ahí.
Tan lejos de recibir una caricia en su mitad muerta, una parálisis de tristeza la consume y su herida se expande por todos sus años.

Breves de un chelo



A Maira

Amanece. Tendido de costado rememora tonadas. Solo. Recuerda y revive las vibraciones que le hacen cosquillas, y pasa el día, la mañana, recordando, tarareando.

Atardece. El levantarse termina con su agonizante deseo. Emergen del vacío, sonidos torpes, palpitaciones que esperan calmar la emoción para entonarse… sonidos con pausa, sonidos repetitivos, sonidos opacos… sonidos sublimes, profundos que llegan de sorpresa, sin sentir el tiempo ni agotarse; El recinto brilla, él, siendo enorme se siente gigante, se ruboriza, la estancia se vuelve un constante eco de melodías.

Él, apasionado, contagioso y líder llena cada pedazo de sonido en blanco, logran una sinfonía de matices, él y ella.

Ella, Amanece; estudio, comida, aficiones y siempre tararea, impaciente estudiando, comiendo, amando.
Atardece, sus manos en constante movimiento desde que despierta, ahora se posan en las cuerdas, aliviadas de sus ansias, casi agradecidas, se mueven sin teoría, sin pensarlo, en éxtasis.

Así, anochece, los dos se tienen hasta que amanece. Él, tendido de costado.

Alebrijes

Pensó en un universo quimérico donde sus creaciones poseían vida propia. Lo soñó.

En un poblado de doscientos habitantes, nadie destacaba en particular por su apariencia externa, pero cada persona tenía la capacidad de crear mundos; algunos secretos en donde los demás habitantes eran piezas de ajedrez, otros cargaban en su mente mundos musicales; flauta, marimba y contrabajos sonaban en su cabeza mientras hacían sus labores en silencio.

Eneas, por un impulso inexplicable comenzó a exteriorizar su mundo interno, nadie lo había hecho hasta entonces y él comenzó por materializar a los personajes que protagonizaban historias en su imaginación; por ello abandonó el trabajo que realizaba desde su niñez; dejó de fabricar guitarras y convirtió su taller en el recinto que lo haría el artesano más atrevido de la sociedad.
Los días de Eneas transcurrían haciendo bocetos, cortando alambres, formando figuras aún sin forma precisa. Sus gatos lo observaban curiosos, quizá curiosos, quizá indiferentes; lo observaban y de vez en cuando se acurrucaban entre las patas de la mesa en donde Eneas daba a luz. Las creaciones poco a poco se conformaban, ya tenían sombra propia, un espacio en el mundo, existían.
Por las noches, Eneas los guardaba dentro de un baúl, apartados de la mirada de los demás, el secreto de la apariencia de sus alebrijes era de él y de los felinos que deambulaban entre los nichos, recovecos y ventanas del taller del artesano.
La expresión facial que plasmaría en sus creaciones resultaba un dilema para Eneas creyendo que esto definiría el carácter que tendrían, la impresión permanente que iban a causar, aun no lo decidía.

Eran tres, los tres inconclusos, grises y sin semblante. Eneas los nombró: uno tenía un par de patas muy largas unidas a un tronco amorfo sin más extremidades, pero aún era solo alambre y papel periódico, la mayor parte de sus características seguían en la mente de Eneas, a este primero lo llamó Tifón.

Apolo tenía el cuerpo de un elefante, dos membranas delgadas de papel conformaban sus orejas a los costados de su cabeza casi redonda y sin ojos, su larguísima trompa era una pata más, podía apoyarla en el piso igual que las otras cuatro terminales que medían casi el triple de lo que medía su cuerpo. El engrudo que unía trozos de periódico; la piel de Apolo; se agrupaba en surcos bajo la piel como si fueran venas transportando sangre. Teseo era poco más que Tifón, su cuerpo redondo contaba con dos patas largas con rodillas anchas; su cuerpo, una calabaza, tenía un par de alas diminutas y dentro contenía la cabeza, la cual se podía ver por medio de una ventanilla enrejada.

A media tarde del noveno día de creación, Tifón, Apolo y Teseo ya contaban con un rostro particular; Tifón tenía unos enormes ojos negros alargados y brillantes, semejaban vidrios polarizados delineados con una delgada franja blanca, estos espejos escondían su interior. Teseo tenía la expresión de un felino con aire místico que no despertaba la curiosidad, por el contrario, aterraba y ahuyentaba así como los gatos de Eneas a los que nunca se les podía mirar a los ojos, mucho menos acariciar, dueños de sus rincones, imponentes. Apolo era elegante, surrealista, no poseía ojos, observaba con sus dos gigantes orejas, aún este aterraba con su trompa como arma, parecía muy veloz.

Cada día los alebrijes formaban su propia personalidad, resultaron ser, al final, copias exactas a los pensamientos de Eneas quien se quedó de pronto vacío de ideas, ya estaba ahí, ya no las tenía que pensar, ahora era más simple, las tenía frente a él, las podía ver físicamente, había logrado darles todo tan solo con plasmarles una expresión…ahora los veía ajenos. Ya eran individuales aunque eran tan solo muñecos, sin embargo su interior era completamente desconocido incluso por su creador, ya eran parte de la población.

Un mes después del nacimiento de estos seres, Eneas decidió guardarlos en el baúl; no se había olvidado de ellos, mas día con día comenzaba a sentir sus músculos demasiado rígidos, se lo contó al quiropráctico del pueblo; la receta: algunos estiramientos y claro, los masajes del sobador. Sus huesos como troncos delgados tronaban cada vez que le apretaban las coyunturas. Era un simple malestar quizá a causa de la edad, “nada de qué preocuparse” le dijo el curandero, “todavía eres un buen peón”…A partir de esta visita los cambios en Eneas eran visibles, aumentaba la rigidez, el color de piel y de cabello se tornaba cada vez más moreno, un color marrón uniforme de pies a cabeza, ya no podía separar los brazos del cuerpo, solo lamentaba no poder trabajar en sus muñecos, era inútil tratar siquiera de comer, de hacer algo, sus gatos se burlaba de él, quizá se burlaban, quizá se compadecían o quizá serían indiferentes ante la situación; con mucha frecuencia rondaban el baúl de las ideas materializadas, sigilosos, misteriosos.


Eneas continuaba experimentando cambios extraños, totalmente inmóvil, solo podía avanzar un paso a la vez, despacio, pensaba muy bien a donde quería dirigirse y no desperdiciar ni un solo movimiento, estaba ahora en las mismas circunstancias que Tifón, Apolo y Teseo, casi sin movilidad, quizá en las mismas circunstancias… quizá los alebrijes lo pensaron una pieza de ajedrez.

TORTA DE CORAZÓN


Estás en el receso de treinta minutos. Dejas en el pasto tu torta de pierna medio mordida para sacar un libro de tu mochila. Repasas la teoría de la relatividad con el temor de reprobar el examen. Recoges tu almuerzo del suelo para seguir comiendo mientras lees. Tres mordidas y te quedan veintisiete minutos. Un color negro diminuto se introduce furtivamente en tu garganta; se resiste a bajar por tu laringe e intenta pegarse a una de tus viscosas amígdalas pero la pequeña y mareada manchita negra resbala en un instante hasta tu estómago lleno de agua. Ahí, la mancha consigue nadar hasta un trozo de pan que la salva de morir ahogada. Tú, ignorando que te has tragado un pedacito negro sigues comiendo, cuatro mordidas y faltan veinticuatro minutos. Dejas otra vez tu comida en el plato-pasto, mientras tanto, la indefensa intrusa en tu organismo se aventura esquivando trozos de pierna y pan que le llueven súbitamente, para su sorpresa, encuentra a otras manchas que logran flotar como ella. Tu comienzas a sentir un cosquilleo por el ombligo pero no haces caso, no sabes que las manchas han armado un ejército dentro de ti. Otra mordida y veintidós minutos, sigues estudiando; estás un poco nerviosa porque nunca te alcanza el tiempo para repasar bien, además como eres la única que estudia te preocupas por pasarle las respuestas correctas a los que no pudieron estudiar. Comes los tres últimos bocados de pan con pierna animal y faltan diecisiete minutos. Superando los obstáculos, la colonia de manchitas negras es ahora un gran manto obscuro que avanza. Empiezas a sentir mareos, se te nubla la vista, algo te oprime el pecho y no te deja respirar, trece minutos, te dejas caer.

Las pequeñas negritas habían escalado por tus paredes estomacales dirigiéndose a tu suculento corazón de cereza bañado con miel de maple.

Michel